Blogia
have I brain today?

ganas, recuerdos y más cosas ...

no quiero caer en los tópicos de siempre y pedir lo que nos han dicho que necesitamos. Igual, sin yo saberlo, necesito otras cosas, o menos cosas, o las cosas de otra manera. Que el día sea fugaz, que la noche sea eterna, que tú me puedas mirar sin que haga falta que comprendas ... decía una canción de cuando era niño. ¿Qué importa si la noche se nos ha quedado corta? a tí te da lo mismo y a mí no me importa, y ayer qué más da, ¡si ayer era ayer!

decir una palabra cuando sintamos que tenemos que decirla, un beso, un abrazo. Llorar cuando tengamos ganas y reirnos cuando nos salga de ahí, porque mañana, seguramente, será demasiado tarde; porque la vida es demasiado corta como para regalársela a lo que casi nada nos da o que nos da casi siempre problemas. ¿Sobrevivir? nunca, hay que vivir. Y para vivir basta lo mínimo: comida, agua, aire y alguien a quien amar, alguien en quien volcar toda las ganas de contar nuestros sueños, nuestras ilusiones, alguien con quien compartir. Lo demás es ... lujo, y el lujo en este caso es un lastre, son kilos de más que no nos permiten correr contra el aire cuando nos apetece hacerlo. Cadenas que no nos permiten movernos, responsabilidades no necesarias que nos restan libertad en lugar de dárnosla, que convierten nuestro caminar, nuestra juventud, en una vejez prematura, cansada, hastiada; que convierten la vida en una pesada losa que tenemos que transportar encima siempre y para casi nada.

Hace muchos años leí un libro que he convertido, si no en mi biblia, sí en una referencia. "En el camino" nada tiene, seguramente, de nuevo. Nada tiene de nuevo cuando se lee algo de filosofías orientales o cuando se ha leído algo, lo mínimo, de epicureismo. De alguna forma, aquel libro me hizo entender que nada hay más estremecedor que oler un atardecer y envolverse con la noche en el margen de un camino en medio de no se sabe dónde. Casualmente, en aquella época en que lo leí, andaba yo haciendo reportajes por toda España, recorriendo caminos en busca de algo que fotografiar, algo que aprender y después enseñar al mundo; pateando caminos en busca de una imagen que me expresase, que me describiese. Aún sigo buscándola, por cierto, y no sé si alguna vez la podré encontrar (supongo que no, porque uno evoluciona y la imagen que busca también lo hace, de forma paralela, con lo que siempre estamos en las mismas ...). En una de esas, fotografiando el desierto de Tabernas, del que siempre me intrigó su pequeñez estremecedora, se me vino la noche encima y tuve que hacer noche allí. No dormí por miedo, por miedo al amanecer, pero sin quererlo tuve la oportunidad de sentir uno de los disfrutes más grandes que he vivido nunca (superado sólo por el amanecer del Sahara), ver salir el sol y empaparme de los cambios de color de algo que, después, con toda la luz del día, se convirtió en blanco, un blanco polvoriento, seco, como yeso, muerto. Seguramente fue maravilloso porque estaba solo, porque nadie pudo decir lo alucinante que fue, porque nadie exclamó nada y porque lo único que pude hacer fue contener la respiración cada vez que la luz del sol, que lo había teñido todo de un tono ahora lo hacía, en cuestión de segundos, con otro. La sensación desapareció cuando todo se quedó blanco y significaba que la jornada empezaba y que mi imagen se me había escapado otra vez. Paralizado, no pude fotografiarlo, no fui capaz, quizá no supe ni cómo hacerlo mientras pensaba en cómo quería que quedase, mientras no paraba de hacer mediciones de luz que cambiaban continuamente. Ahora sólo puedo recordarlo y no sé si es mejor así, seguramente sí, seguramente la esencia de aquella imagen no estaba en congelar un momento y meterlo en una urna de cristal sino en haberlo podido vivir.

tiempo después me encontré con otra situación parecida, pero menos estremecedora, en el pirineo leridano, haciendo un reportaje de un raid de montaña, subido a un pico, dominando todo un mar de nubes por debajo de mí. Pero esta vez no estaba yo solo, éramos varios los que esperábamos el paso de la carrera por aquel pico. Horas y más horas de espera y una exclamación al unísono cuando algo en el mar de nubes decidió cambiar de lugar y se nos echó encima. La enorme nube se acercaba a nosotros a una velocidad increíble hasta que nos atravesó dejándonos empapados y con el tiempo justo de guardar el equipo de fotografía a toda prisa en las mochilas que llevábamos. Extendí los brazos, puesto de pie en la roca, como me habían dicho que iban a hacer todos, mientras exclamaba "¡qué pasada!". Y después, rápidamente, a cambiarnos por completo de ropa, por supuesto; pero ¡qué pasada! La nube nos atravesó y cambió de valle. Ahí se quedó.

antes viajaba mucho y cada viaje era una sobredosis de olores, sabores y colores nuevos, de sonidos diferentes y de sensaciones idílicas que puede que sólo se sepan disfrutar cuando se tienen 22 años, porque después la vida te impone otras responsabilidades, otros quehaceres mucho menos interesantes; la vida te amenaza con todo su miedo a no tener sentido, a no tener lugar y toda su sensación de fracaso. De todo aquello sólo queda el recuerdo, pero ese recuerdo no me lo borra ni la vida misma, por hijaputa que sea ...

esas sensaciones las he sentido parecidas después, y sólo algunas de ellas, en los momentos más emotivos de todo este tiempo que llevo pintando, cuando canto en alto y bailo mientras pinto encerrado en mi estudio. Se me saltan las lágrimas de la emoción al recordar todo aquello, al querer volver a vivir todo aquello de nuevo, otra vez, y esta vez contigo. Pero no sé si eso será posible hacerlo por segunda vez. Aunque no fuera lo mismo, lo volvería a intentar porque seguro que sería maravilloso por otra razón, sólo por estar solos, los dos, con la nube y con el viento, allí. O por ver aquellos colores que están todos los días y que ya no sé si sabría volver a ver, por permanecer toda la noche despiertos esperando lo inesperado. Sólo por eso.

0 comentarios