la casa de mi vida (septiembre 2004)
"... serás cabrón, murmura el sol con la boquita pequeña,
serás desgraciao, murmura la vida, que pronto me olvidas, con lo que te he dao.
seré lo que no quise ser, seré tu cielo, tu antojo, tu niño, tu mar.
serás hijo puta, guiñándome un ojo, me dice la luna al pasar."
K. Romero
Llevaba varios días ya ocupado en recoger sus pertenencias y ordenarlas dentro de las cajas de cartón que, desde tiempo atrás, había ido encontrando por la calle. No había hecho la cuenta, pero seguramente ya eran más de veinte las que había llenado y precintado. Se iban acumulando en los lados de las habitaciones, ocupando las esquinas polvorientas y llenas de pelusas. Quizá, pensó, todavía haya algún pelo de mi gato. y echó una rápida ojeada alrededor para comprobar que no iban quedando objetos de valor que guardar. Poco a poco una sensación de tristeza se fue extendiendo por la casa, habitaciones vacías, oscuras o plenamente iluminadas, con la persiana enrollada, aprovechando hasta el último rayo de luz posible. las paredes, antes saturadas de fotografías, recuerdos de momentos en que estaba haciendo otras cosas con otras personas.
Por esa casa había debido pasar casi toda la gente que había conocido en los últimos diez años, por muchas razones. Las mismas razones que ahora debía haber tenido la gente para no querer visitarle desde hace bastante tiempo. Amigos, colaboradores, su familia, otros no tan amigos, novias, parejas y amantes. Y más que conocidos y más que conocidas. En fín que en sus buenos tiempos, esa casa que ahora se marchitaba, había sido el centro de reunión de un montón de gente, un hervidero de ideas, de proyectos, de discusiones y de horas delante de la televisión. Pero sobre todo, la idea que tenía en la cabeza era que esa casa, ante todo, había sido un hervidero de sensaciones y de sentimientos, una hoguera de visceralidades que le hicieron convivir con todos los niveles de su persona hasta un punto tal, que se había empezado a convertir en un ser demasiado previsible para sí mismo, y eso no le atraía en lo más mínimo.
Fue paseando a lo largo del pasillo, no sé a qué velocidad, ni cuántas veces repitió el recorrido, quizá fue solamente una o puede que fueran más; y fue entrando muy despacio en todas las habitaciones. Dentro, con los ojos cerrados, murmuraba alguna palabra, alguna frase imposible de descifrar a pesar del silencio que invadía la parte interior de la vivienda. Paladeaba el ambiente, recorría cada centímetro de las paredes de cada habitación, como queriendo dejar su marca en el yeso o como queriendo buscar alguna señal convertida ya en símbolo, algo que le recordase, algún lema que le ayudó a sobreponerse a las malas situaciones. Ni siquiera encendía la luz cuando era preciso y, seguramente, deduje, la marca no debía ser visual. O quizá sí, una sombra proyectada en la pared o en algún objeto, una esquina en penumbra que le sugiriese algo. Buscaba pero no parecía encontrar nada que le satisficiera.
Entró en el salón, en donde aparte de varias cajas, el equipo de música y un sofá, había poco más que polvo y calor, bastante calor. A pesar de que el estor de mimbre estaba bajado (no se le debía olvidar descolgarlo y llevárselo, tenía el valor sentimental de ser lo primero que compró en aquel barrio cuando se estableció). También había un ánfora de cristal grueso, lleno de agua, en el que se mantenía vivo un compañero de viaje desde el principio, un pothos que le había regalado su madre cuando un día dijo que había llegado el momento de empezar a volar un poco a solas. Misteriosa e inexplicablemente aquella planta, que no había crecido un solo centímetro en los últimos doce años, tampoco había tirado la toalla con la vida, puede que por no ser capaz de salir corriendo para buscar una vida mejor lejos del descuido o la incapacidad de sus cuidadores. El pothos mágico, como le suelo llamar yo, había tenido momentos malos, algunos muy malos, pero nunca pareció tener aspecto crítico, enfermó y palideció durante una época oscura en la que las persianas siempre estuvieron bajadas casi todo el día, así durante año y medio más o menos. Esas escuetas raciones de luz del sol que tenía el privilegio de disfrutar unas pocas horas a la semana parecieron ser suficientes para sobrevivir durante aquel tiempo. El pothos mágico, que también es el pothos austero, era, en cierto modo, la representación de un superviviente, un retrato vivo de alguien que al cabo del tiempo ni conoceremos, que un día dirá adios y no sabremos lo que habrá sentido en vida. Era su más viva imagen, ambos estaban hecho tal para cual y uno de ellos, al menos, acababa de darse cuenta después de todo ese tiempo. Lo celebró a su manera porque tenía razones, o quizá porque necesitaba una razón para fumarse otro porro más.
El viaje, esta vez, iba a ser un poco diferente a otros, ahora no iba a haber proyecto alguno, ni se iba a proponer ninguna idea, ni siquiera disfrutaría de la compañía de nadie. Él solo frente a un mundo en un suave sepia de fotografía que terminará desvaneciéndose. Décimas de segundo necesitó para poder congelar una imagen de las miles que le aparecían desde el fondo de la memoria: el aspecto original que tuvo aquella misma habitación, que parecía destinada a haber sido dormitorio pero que, después de aquella vez, nunca más lo fue. Un armario, horrible, de poca calidad pero suficientemente sólido para haberse salvado del contenedor de la basura, en donde guardaba provisionalmente la poca ropa que pudo llevar consigo hasta ese momento y una cama plegable en donde durmió solo una de las únicas veces que lo hizo solo en los cinco primeros años años. El resto de la casa estaba completamente vacía excepto cuatro sillas desparejadas que se amontonaban en la cocina.
Mentalmente y durante unos minutos hizo una distribución de la casa del resto de las habitaciones, todas ellas excesivamente cuadradas y eso no le terminó nunca de convencer. Aquella casa hubiera sido de otra forma completamente diferente si hubiera tenido el permiso necesario para poder hacer alguna reforma mayor, pero eso había sido del todo imposible, así que consiguió, con el paso de los años, crear un espacio personalizado en el que sentirse a gusto solamente cambiando el color de las paredes, puertas y los suelos. Al final, había que reconocerlo, se sintió satisfecho, porque la vivienda resultó bastante acogedora y así se lo dijeron casi todos los que la vieron. Ahora la cosa era bien distinta: en las paredes blancas del salón habían quedado los cercos de los cuadros, como presencias ausentes. Varias decenas de recuadros pequeños en una de ellas y un gran cuadrado, de un metro de lado, en la pared de enfrente resultaron ser los testimonios de todas aquellas fracciones de su vida que había tenido colgadas en las paredes recordándole mejores tiempos o, mejor dicho, recriminándole otras formas de vida que no había continuado.
El aspecto de la casa era triste, como de abandono, sin ilusiones escondidas en secretos oscuros en cada esquina pero con mil historias que contar acerca de todo lo que había sucedido entre esas paredes durante aquel tiempo. Pensó que si las paredes hubieran podido hablar alguna vez hubieran contado una historia en muchos aspectos estremecedora y en otros frenética. Siempre melancólica y cargada de pesares.
¿Recuerdas el día en que fabricó la librería que había en el salón? al final y a pesar de los muchos errores que quedaban patentes con una simple mirada quedó bien, rompía la línea de una habitación en la que nada sobresalía de medio metro de altura. Como decía su pareja, todas las habitaciones son bajitas, como de juguete, y hasta el pañuelo que cubría la impresora y la protegía del abundante polvo que había en la casa continuamente, hablaba sobre él. Ella siempre tuvo una intuición especial para detectar el espíritu de la gente que te rodeaba y, una vez más, acertó. También recordaba el día que colocaron las baldosas del suelo de corcho para no tener tanto frío en los días de invierno, era verano, más o menos la misma fecha que hoy, pero hacía más calor y, mientras las colocaba, Susana, su amiga, y ella las pisaban para que quedasen bien pegadas. Una época diferente en un tiempo en el que casi no pareció ocurrir nada. Una rutina que sofocó, en él, aquella llama que, sin saber cómo, había aparecido un día y que decidieron compartir. Creo que al final fue él, en gran parte, el que apagó de un solo soplido la llama de ella. Pero eso es pasado y ¿quién sabe? probablemente fue lo mejor que podían haber hecho cuando no veían una sola perspectiva de futuro, cuando las cosas se habían puesto ya demasiado cuesta arriba y, sobre todo, antes de que se empezasen a escuchar las voces más altas y las discusiones más amargas que, deliberadamente, jamás aparecieron. Y así estaba bien, o eso pareció. De ahí pasó a refugiarse en sus libros, que cada día eran más, y que leía con bastante pasión; en los ordenadores que, durante muchos años me han hecho comprender algunas de las cosas que creía que harían funcionar el mundo de otro modo si los seres humanos fueran diferentes, si todo fuese de otra manera. Empezó a crear esos mundos que le llevaron tanto tiempo y que hoy casi nadie parece entender ni respetar, a transitar esas partes de sí mismo que jamás había experimentado, a conocer y a comprometerse con lo que él consideraba ya su causa, a dialogar consigo mismo e, incluso, llegar a la discusión acalorada y los golpes. A aburrirse de la vida en general y de su vida en particular, y a verle la cara a la muerte en una ocasión.
A partir de ahí el guión estaba lleno de lágrimas, de sufrimientos, de deseos y de corazonadas que nunca llevaron a ningún sitio, de droga y de alcohol, de soledad y de creatividad. Vómitos desde el interior más profundo de su cuerpo que despacio iban desvelando cuál era su primera esencia, su condición, que le presentaban delante de su cara sus propias frustraciones y sus miedos, líneas escritas que explicaban la fragilidad de sus momentos y habitaciones que se convirtieron en museos de su propia existencia, llenos de objetos intocables, cubiertos de polvo, sin brillo.
A la vez que sentía todo esto, sus mayores se preocupaban de qué le estaba pasando mientras al resto de la gente pareció darle igual, las personas que conocía dejaron de venir a visitarle sin una aparente razón conocida y casi nadie llamaba por teléfono, casi nadie se puso en contacto con él porque a ellos probablemente nunca les pasó nada similar, nunca lo comprendieron ni creía que se lo hubieran vuelto a preguntar. En esos días comenzó a tener unas nuevas amistades, gente que aparentemente tenía las mismas inquietudes y compromisos que él. Creyó haber encontrado el grupo, un grupo heterogéneo, disperso y novedoso, lleno de cosas por aprender y con quienes compartir. Se organizaron reuniones de varios días, encuentros en los que se mezclaban personajes de lo más variopinto y que llegaron desde todas partes del país. Pero, una vez más, fue aire, que sólo dejó un par de hojas secas en el suelo, quizá tan esteparias como lo era él, o quizá más perdidas aún. Intentó ayudar cuanto pudo atrayéndolas hacia esas inquietudes que les habían unido en algún momento en la búsqueda de un conocimiento a través de la tecnología pero se encontró, quizá, más de lo mismo, más de lo que le había empachado, aunque también cabe la posibilidad de que fueran ellos los que decidieron que no había mucho más que roer de su persona. Quizá les dio miedo lo que se encontraron, desconfiaron, les sorprendió el tedio, como le había ocurrido a él años antes. Al final todo eso se convirtió en recuerdo, como casi todo en la vida, y ahí se quedó. Fue bonito y muy interesante mientras fue, ahora ya no.
Y empezó a no creer en la raza humana, a no querer relación alguna por el miedo al gasto emocional que suponía y a temer por su integridad mental, a preocuparse por su soledad y a plantearse que eso, y no otra cosa, era lo que tanto tiempo había estado buscando y, ahora, por fín, lo había encontrado. De nada servía lamentarse porque era el primer objetivo que había cumplido desde hacía mucho tiempo. De todos modos intentó compartir espacios con otras personas, pero todo fue inutil, ni le satisfizo ni le sugirió ninguna otra razón para continuar con ello. Ya estaba acostumbrado a romper drásticamente con las cosas que pensaba que le harían daño, hasta que conoció a alguien especial, alguien que le hizo despegar de este mundo material y ver la vida desde otro prisma más. Su trabajo se vio afectado y mejorado, había creado un mundo ilusorio que a él nunca se lo pareció, consiguió vivir aquella realidad que muchas noches le hizo llorar, que no conseguía entender y mucho menos olvidar. Creo que aún lo tiene demasiado presente, por lo que le oí comentar alguna vez; y todavía, algunas noches, se le oye hablar con la ausencia, contarle cosas muy dulces y besarle al aire cada noche deseandole unos felices sueños. Creo que es el recuerdo de una mujer que sobrevive por obra y gracia de una ilusión que le queda en algún rincón de su interior. Quizá es otro mundo, el nuevo mundo que ha empezado a generar dentro de él todo lo que ha experimentado en estos meses, pero no lo ha dicho aún y cada vez habla menos con mis paredes. Ahora no está triste, por lo menos no de la misma manera que todos estos años atrás, más bien preocupado, más bien espectante y algo alterado. Ha dejado de lado todas las cosas que no le ofrecen lo que él necesita, y lo ha hecho conociendo las consecuencias, es una persona reflexiva, me consta, y a veces bastante vehemente con ello. Pero me gusta.
De entre todas las cosas que se lleva en el equipaje hay una que ha empaquetado con especial cuidado, porque quizá es lo único que colgará de las paredes de su nueva casa. Es la sensación de haber vuelto a saborear la dulzura y la amargura del amor a la vez, de haber vuelto a sentirse como le gustaba ser y el sufrimiento de, posiblemente, pensar que una vez vio el cielo para creer haberlo tocado y, después, morirse de pena. Pero a esto último se sobrepuso facilmente refugiándose en lo único que le supone energía en esa su vida: la creación y el disfrute de las cosas hechas según el dictado de su corazón. Ha cambiado, sin duda. Se iba con la imagen nítida de una cara y unas palabras en su mente, con la incertidumbre del qué pasará con todo eso y el miedo a que quede sepultado entre los millones de cosas que le han ocurrido en su vida. Eso sí le aterroriza, tanto que muchas veces le acelera el corazón y le crece la ansiedad, le brotan algunas lágrimas y, después, sonríe antes de lanzar un "te quiero" al aire que, probablemente, se quedará entre estas paredes y no llegará a ningún lado porque en esas cosas hablar sin palabras es complicado, y entender el silencio como señal de eso es tarea difícil para casi todos.
Metódicamente fue revisando todas las habitaciones, detrás de las puertas también, para cerciorarse de que nada se quedaba olvidado. Ha abierto todas las ventanas para que entre aire nuevo que arrastre su propio olor de tantos años llenando estas paredes y ha estado hojeando unas revistas antiguas que acumulaba en el cuarto de baño, entretenido, fumando, intentando recordar, al ver algún reportaje o alguna foto concreta, qué sintió la primera vez que lo tuvo delante de sí, quizá como para comprobar la evolución de algo, como un autoterapia aplicada desde aquellos tiempos. Se sentó en el borde de la bañera, con las piernas cruzadas y la revista que releía con una repentina atención sobre ellas.
Las horas pasan y el cuarto de baño iba quedándose oscuro por momentos, hasta el punto casi de no poder leer con claridad los artículos de aquella revista que parecía interesarle bastante. De repente la lectura se interrumpió y, como presionado por la urgencia de hacer algo, salió a toda prisa de allí, hacia la habitación que había servido de laboratorio durante tantos años, allí lió otro porro con bastante ritual y lo encendió, prolongando la primera aspiración durante unos segundos. Se sentó a observar uno de los cuadros que se apoyaban contra la pared y se fijó en las texturas que lo describían. En el fondo, todo eso del racionalismo era un bonito ejercicio que ha
bía hecho durante todos esos años, quizá necesario para encontrarse en este punto del camino en el que se veía. A él le gustaba tocar los cuadros, rozar las texturas, dejarse seducir por los colores o por alguna forma aleatoria de las manchas que se desparramaban por la superficie de las obras. Le gustaban algunos de los cuadros por lo que tenían de ejercicio de autoterapia. Esto, pensó, también ha contribuído a la creación de ese mundo tan complicado en el que casi nunca se encuentra la puerta de entrada. Y no le faltaba razón a ese argumento, pienso yo. Si el fín de su vida, como alguna vez me declaró, era formar parte de un entramado en el que su labor era poner en
comunicación a diferentes entidades para lograr una colaboración común en un proyecto común, debía crear un entorno en el que todas las partes se sintiesen a gusto trabajando. Él tenía la certeza de no haberlo conseguido por ahora.
En su vida empezaba ahora a tomar las riendas de todo el sentimiento, el corazón y lo visceral. Su calidad humana y su sensibilidad. O al menos eso se proponía, porque muchas veces se descubría autoinculpándose como egoista y eso le frenaba para hacer esas cosas. Se quedaba en silencio, con la mirada fijada en algo, otras veces en nada, perdida en el infinito de un punto de luz roja de su equipo de música.
Mientras iba reflexionando sobre estas cosas la noche había llenado todos los huecos de la casa. Un calor que olía a hogar invadía todo, y en el estudio, la ventana, abierta de para en par regalaba sonidos de la calle, siempre los mismos, como pretendiendo que quedasen grabados en su memoria, en la mía también. Sonidos comunes que al ser despojados de cualquier imagen lógica se convertían en conceptos para él, en identidades, esa casa sonaba así, ¿cómo sonaría la nueva? Poco le importaba que sonase diferente; lo que le sorprendería hubiera sido haber escuchado entrar a los mismos ruidos en ambas casas, aunque todo era posible. Encendió una lámpara que inmediatamente tiñó la esquina, y la gotera de la pared con una luz sucia y bastante pobre, la justa para orientarse. Los pinceles que tenía en su mano, y que había recogido de la mesa que utilizaba como paleta para hacer las mezclas, no estaban del todo limpios, así que procedió a la tarea de mantener su material de trabajo en orden. Después de verter un poco de aguarrás en dos recipientes, sumergió los pinceles en uno de ellos y, tras agitarlo, lo secó cuidadosamente con un paño. Así lo hizo varias veces antes de sumergirlo de nuevo en el otro vaso, en donde el líquido se mantenía transparente. Volvió a agitar el pincel y esta vez buscó un trapo limpio para secar los pinceles antes de colocarlos, uno por uno, secos y limpios, con las cerdas mirando al techo, en una jarra de cerveza alemana hecha en barro que utilizaba para esos menesteres, porque nunca bebía cerveza.
serás desgraciao, murmura la vida, que pronto me olvidas, con lo que te he dao.
seré lo que no quise ser, seré tu cielo, tu antojo, tu niño, tu mar.
serás hijo puta, guiñándome un ojo, me dice la luna al pasar."
K. Romero
Llevaba varios días ya ocupado en recoger sus pertenencias y ordenarlas dentro de las cajas de cartón que, desde tiempo atrás, había ido encontrando por la calle. No había hecho la cuenta, pero seguramente ya eran más de veinte las que había llenado y precintado. Se iban acumulando en los lados de las habitaciones, ocupando las esquinas polvorientas y llenas de pelusas. Quizá, pensó, todavía haya algún pelo de mi gato. y echó una rápida ojeada alrededor para comprobar que no iban quedando objetos de valor que guardar. Poco a poco una sensación de tristeza se fue extendiendo por la casa, habitaciones vacías, oscuras o plenamente iluminadas, con la persiana enrollada, aprovechando hasta el último rayo de luz posible. las paredes, antes saturadas de fotografías, recuerdos de momentos en que estaba haciendo otras cosas con otras personas.
Por esa casa había debido pasar casi toda la gente que había conocido en los últimos diez años, por muchas razones. Las mismas razones que ahora debía haber tenido la gente para no querer visitarle desde hace bastante tiempo. Amigos, colaboradores, su familia, otros no tan amigos, novias, parejas y amantes. Y más que conocidos y más que conocidas. En fín que en sus buenos tiempos, esa casa que ahora se marchitaba, había sido el centro de reunión de un montón de gente, un hervidero de ideas, de proyectos, de discusiones y de horas delante de la televisión. Pero sobre todo, la idea que tenía en la cabeza era que esa casa, ante todo, había sido un hervidero de sensaciones y de sentimientos, una hoguera de visceralidades que le hicieron convivir con todos los niveles de su persona hasta un punto tal, que se había empezado a convertir en un ser demasiado previsible para sí mismo, y eso no le atraía en lo más mínimo.
Fue paseando a lo largo del pasillo, no sé a qué velocidad, ni cuántas veces repitió el recorrido, quizá fue solamente una o puede que fueran más; y fue entrando muy despacio en todas las habitaciones. Dentro, con los ojos cerrados, murmuraba alguna palabra, alguna frase imposible de descifrar a pesar del silencio que invadía la parte interior de la vivienda. Paladeaba el ambiente, recorría cada centímetro de las paredes de cada habitación, como queriendo dejar su marca en el yeso o como queriendo buscar alguna señal convertida ya en símbolo, algo que le recordase, algún lema que le ayudó a sobreponerse a las malas situaciones. Ni siquiera encendía la luz cuando era preciso y, seguramente, deduje, la marca no debía ser visual. O quizá sí, una sombra proyectada en la pared o en algún objeto, una esquina en penumbra que le sugiriese algo. Buscaba pero no parecía encontrar nada que le satisficiera.
Entró en el salón, en donde aparte de varias cajas, el equipo de música y un sofá, había poco más que polvo y calor, bastante calor. A pesar de que el estor de mimbre estaba bajado (no se le debía olvidar descolgarlo y llevárselo, tenía el valor sentimental de ser lo primero que compró en aquel barrio cuando se estableció). También había un ánfora de cristal grueso, lleno de agua, en el que se mantenía vivo un compañero de viaje desde el principio, un pothos que le había regalado su madre cuando un día dijo que había llegado el momento de empezar a volar un poco a solas. Misteriosa e inexplicablemente aquella planta, que no había crecido un solo centímetro en los últimos doce años, tampoco había tirado la toalla con la vida, puede que por no ser capaz de salir corriendo para buscar una vida mejor lejos del descuido o la incapacidad de sus cuidadores. El pothos mágico, como le suelo llamar yo, había tenido momentos malos, algunos muy malos, pero nunca pareció tener aspecto crítico, enfermó y palideció durante una época oscura en la que las persianas siempre estuvieron bajadas casi todo el día, así durante año y medio más o menos. Esas escuetas raciones de luz del sol que tenía el privilegio de disfrutar unas pocas horas a la semana parecieron ser suficientes para sobrevivir durante aquel tiempo. El pothos mágico, que también es el pothos austero, era, en cierto modo, la representación de un superviviente, un retrato vivo de alguien que al cabo del tiempo ni conoceremos, que un día dirá adios y no sabremos lo que habrá sentido en vida. Era su más viva imagen, ambos estaban hecho tal para cual y uno de ellos, al menos, acababa de darse cuenta después de todo ese tiempo. Lo celebró a su manera porque tenía razones, o quizá porque necesitaba una razón para fumarse otro porro más.
El viaje, esta vez, iba a ser un poco diferente a otros, ahora no iba a haber proyecto alguno, ni se iba a proponer ninguna idea, ni siquiera disfrutaría de la compañía de nadie. Él solo frente a un mundo en un suave sepia de fotografía que terminará desvaneciéndose. Décimas de segundo necesitó para poder congelar una imagen de las miles que le aparecían desde el fondo de la memoria: el aspecto original que tuvo aquella misma habitación, que parecía destinada a haber sido dormitorio pero que, después de aquella vez, nunca más lo fue. Un armario, horrible, de poca calidad pero suficientemente sólido para haberse salvado del contenedor de la basura, en donde guardaba provisionalmente la poca ropa que pudo llevar consigo hasta ese momento y una cama plegable en donde durmió solo una de las únicas veces que lo hizo solo en los cinco primeros años años. El resto de la casa estaba completamente vacía excepto cuatro sillas desparejadas que se amontonaban en la cocina.
Mentalmente y durante unos minutos hizo una distribución de la casa del resto de las habitaciones, todas ellas excesivamente cuadradas y eso no le terminó nunca de convencer. Aquella casa hubiera sido de otra forma completamente diferente si hubiera tenido el permiso necesario para poder hacer alguna reforma mayor, pero eso había sido del todo imposible, así que consiguió, con el paso de los años, crear un espacio personalizado en el que sentirse a gusto solamente cambiando el color de las paredes, puertas y los suelos. Al final, había que reconocerlo, se sintió satisfecho, porque la vivienda resultó bastante acogedora y así se lo dijeron casi todos los que la vieron. Ahora la cosa era bien distinta: en las paredes blancas del salón habían quedado los cercos de los cuadros, como presencias ausentes. Varias decenas de recuadros pequeños en una de ellas y un gran cuadrado, de un metro de lado, en la pared de enfrente resultaron ser los testimonios de todas aquellas fracciones de su vida que había tenido colgadas en las paredes recordándole mejores tiempos o, mejor dicho, recriminándole otras formas de vida que no había continuado.
El aspecto de la casa era triste, como de abandono, sin ilusiones escondidas en secretos oscuros en cada esquina pero con mil historias que contar acerca de todo lo que había sucedido entre esas paredes durante aquel tiempo. Pensó que si las paredes hubieran podido hablar alguna vez hubieran contado una historia en muchos aspectos estremecedora y en otros frenética. Siempre melancólica y cargada de pesares.
¿Recuerdas el día en que fabricó la librería que había en el salón? al final y a pesar de los muchos errores que quedaban patentes con una simple mirada quedó bien, rompía la línea de una habitación en la que nada sobresalía de medio metro de altura. Como decía su pareja, todas las habitaciones son bajitas, como de juguete, y hasta el pañuelo que cubría la impresora y la protegía del abundante polvo que había en la casa continuamente, hablaba sobre él. Ella siempre tuvo una intuición especial para detectar el espíritu de la gente que te rodeaba y, una vez más, acertó. También recordaba el día que colocaron las baldosas del suelo de corcho para no tener tanto frío en los días de invierno, era verano, más o menos la misma fecha que hoy, pero hacía más calor y, mientras las colocaba, Susana, su amiga, y ella las pisaban para que quedasen bien pegadas. Una época diferente en un tiempo en el que casi no pareció ocurrir nada. Una rutina que sofocó, en él, aquella llama que, sin saber cómo, había aparecido un día y que decidieron compartir. Creo que al final fue él, en gran parte, el que apagó de un solo soplido la llama de ella. Pero eso es pasado y ¿quién sabe? probablemente fue lo mejor que podían haber hecho cuando no veían una sola perspectiva de futuro, cuando las cosas se habían puesto ya demasiado cuesta arriba y, sobre todo, antes de que se empezasen a escuchar las voces más altas y las discusiones más amargas que, deliberadamente, jamás aparecieron. Y así estaba bien, o eso pareció. De ahí pasó a refugiarse en sus libros, que cada día eran más, y que leía con bastante pasión; en los ordenadores que, durante muchos años me han hecho comprender algunas de las cosas que creía que harían funcionar el mundo de otro modo si los seres humanos fueran diferentes, si todo fuese de otra manera. Empezó a crear esos mundos que le llevaron tanto tiempo y que hoy casi nadie parece entender ni respetar, a transitar esas partes de sí mismo que jamás había experimentado, a conocer y a comprometerse con lo que él consideraba ya su causa, a dialogar consigo mismo e, incluso, llegar a la discusión acalorada y los golpes. A aburrirse de la vida en general y de su vida en particular, y a verle la cara a la muerte en una ocasión.
A partir de ahí el guión estaba lleno de lágrimas, de sufrimientos, de deseos y de corazonadas que nunca llevaron a ningún sitio, de droga y de alcohol, de soledad y de creatividad. Vómitos desde el interior más profundo de su cuerpo que despacio iban desvelando cuál era su primera esencia, su condición, que le presentaban delante de su cara sus propias frustraciones y sus miedos, líneas escritas que explicaban la fragilidad de sus momentos y habitaciones que se convirtieron en museos de su propia existencia, llenos de objetos intocables, cubiertos de polvo, sin brillo.
A la vez que sentía todo esto, sus mayores se preocupaban de qué le estaba pasando mientras al resto de la gente pareció darle igual, las personas que conocía dejaron de venir a visitarle sin una aparente razón conocida y casi nadie llamaba por teléfono, casi nadie se puso en contacto con él porque a ellos probablemente nunca les pasó nada similar, nunca lo comprendieron ni creía que se lo hubieran vuelto a preguntar. En esos días comenzó a tener unas nuevas amistades, gente que aparentemente tenía las mismas inquietudes y compromisos que él. Creyó haber encontrado el grupo, un grupo heterogéneo, disperso y novedoso, lleno de cosas por aprender y con quienes compartir. Se organizaron reuniones de varios días, encuentros en los que se mezclaban personajes de lo más variopinto y que llegaron desde todas partes del país. Pero, una vez más, fue aire, que sólo dejó un par de hojas secas en el suelo, quizá tan esteparias como lo era él, o quizá más perdidas aún. Intentó ayudar cuanto pudo atrayéndolas hacia esas inquietudes que les habían unido en algún momento en la búsqueda de un conocimiento a través de la tecnología pero se encontró, quizá, más de lo mismo, más de lo que le había empachado, aunque también cabe la posibilidad de que fueran ellos los que decidieron que no había mucho más que roer de su persona. Quizá les dio miedo lo que se encontraron, desconfiaron, les sorprendió el tedio, como le había ocurrido a él años antes. Al final todo eso se convirtió en recuerdo, como casi todo en la vida, y ahí se quedó. Fue bonito y muy interesante mientras fue, ahora ya no.
Y empezó a no creer en la raza humana, a no querer relación alguna por el miedo al gasto emocional que suponía y a temer por su integridad mental, a preocuparse por su soledad y a plantearse que eso, y no otra cosa, era lo que tanto tiempo había estado buscando y, ahora, por fín, lo había encontrado. De nada servía lamentarse porque era el primer objetivo que había cumplido desde hacía mucho tiempo. De todos modos intentó compartir espacios con otras personas, pero todo fue inutil, ni le satisfizo ni le sugirió ninguna otra razón para continuar con ello. Ya estaba acostumbrado a romper drásticamente con las cosas que pensaba que le harían daño, hasta que conoció a alguien especial, alguien que le hizo despegar de este mundo material y ver la vida desde otro prisma más. Su trabajo se vio afectado y mejorado, había creado un mundo ilusorio que a él nunca se lo pareció, consiguió vivir aquella realidad que muchas noches le hizo llorar, que no conseguía entender y mucho menos olvidar. Creo que aún lo tiene demasiado presente, por lo que le oí comentar alguna vez; y todavía, algunas noches, se le oye hablar con la ausencia, contarle cosas muy dulces y besarle al aire cada noche deseandole unos felices sueños. Creo que es el recuerdo de una mujer que sobrevive por obra y gracia de una ilusión que le queda en algún rincón de su interior. Quizá es otro mundo, el nuevo mundo que ha empezado a generar dentro de él todo lo que ha experimentado en estos meses, pero no lo ha dicho aún y cada vez habla menos con mis paredes. Ahora no está triste, por lo menos no de la misma manera que todos estos años atrás, más bien preocupado, más bien espectante y algo alterado. Ha dejado de lado todas las cosas que no le ofrecen lo que él necesita, y lo ha hecho conociendo las consecuencias, es una persona reflexiva, me consta, y a veces bastante vehemente con ello. Pero me gusta.
De entre todas las cosas que se lleva en el equipaje hay una que ha empaquetado con especial cuidado, porque quizá es lo único que colgará de las paredes de su nueva casa. Es la sensación de haber vuelto a saborear la dulzura y la amargura del amor a la vez, de haber vuelto a sentirse como le gustaba ser y el sufrimiento de, posiblemente, pensar que una vez vio el cielo para creer haberlo tocado y, después, morirse de pena. Pero a esto último se sobrepuso facilmente refugiándose en lo único que le supone energía en esa su vida: la creación y el disfrute de las cosas hechas según el dictado de su corazón. Ha cambiado, sin duda. Se iba con la imagen nítida de una cara y unas palabras en su mente, con la incertidumbre del qué pasará con todo eso y el miedo a que quede sepultado entre los millones de cosas que le han ocurrido en su vida. Eso sí le aterroriza, tanto que muchas veces le acelera el corazón y le crece la ansiedad, le brotan algunas lágrimas y, después, sonríe antes de lanzar un "te quiero" al aire que, probablemente, se quedará entre estas paredes y no llegará a ningún lado porque en esas cosas hablar sin palabras es complicado, y entender el silencio como señal de eso es tarea difícil para casi todos.
Metódicamente fue revisando todas las habitaciones, detrás de las puertas también, para cerciorarse de que nada se quedaba olvidado. Ha abierto todas las ventanas para que entre aire nuevo que arrastre su propio olor de tantos años llenando estas paredes y ha estado hojeando unas revistas antiguas que acumulaba en el cuarto de baño, entretenido, fumando, intentando recordar, al ver algún reportaje o alguna foto concreta, qué sintió la primera vez que lo tuvo delante de sí, quizá como para comprobar la evolución de algo, como un autoterapia aplicada desde aquellos tiempos. Se sentó en el borde de la bañera, con las piernas cruzadas y la revista que releía con una repentina atención sobre ellas.
Las horas pasan y el cuarto de baño iba quedándose oscuro por momentos, hasta el punto casi de no poder leer con claridad los artículos de aquella revista que parecía interesarle bastante. De repente la lectura se interrumpió y, como presionado por la urgencia de hacer algo, salió a toda prisa de allí, hacia la habitación que había servido de laboratorio durante tantos años, allí lió otro porro con bastante ritual y lo encendió, prolongando la primera aspiración durante unos segundos. Se sentó a observar uno de los cuadros que se apoyaban contra la pared y se fijó en las texturas que lo describían. En el fondo, todo eso del racionalismo era un bonito ejercicio que ha
bía hecho durante todos esos años, quizá necesario para encontrarse en este punto del camino en el que se veía. A él le gustaba tocar los cuadros, rozar las texturas, dejarse seducir por los colores o por alguna forma aleatoria de las manchas que se desparramaban por la superficie de las obras. Le gustaban algunos de los cuadros por lo que tenían de ejercicio de autoterapia. Esto, pensó, también ha contribuído a la creación de ese mundo tan complicado en el que casi nunca se encuentra la puerta de entrada. Y no le faltaba razón a ese argumento, pienso yo. Si el fín de su vida, como alguna vez me declaró, era formar parte de un entramado en el que su labor era poner en
comunicación a diferentes entidades para lograr una colaboración común en un proyecto común, debía crear un entorno en el que todas las partes se sintiesen a gusto trabajando. Él tenía la certeza de no haberlo conseguido por ahora.
En su vida empezaba ahora a tomar las riendas de todo el sentimiento, el corazón y lo visceral. Su calidad humana y su sensibilidad. O al menos eso se proponía, porque muchas veces se descubría autoinculpándose como egoista y eso le frenaba para hacer esas cosas. Se quedaba en silencio, con la mirada fijada en algo, otras veces en nada, perdida en el infinito de un punto de luz roja de su equipo de música.
Mientras iba reflexionando sobre estas cosas la noche había llenado todos los huecos de la casa. Un calor que olía a hogar invadía todo, y en el estudio, la ventana, abierta de para en par regalaba sonidos de la calle, siempre los mismos, como pretendiendo que quedasen grabados en su memoria, en la mía también. Sonidos comunes que al ser despojados de cualquier imagen lógica se convertían en conceptos para él, en identidades, esa casa sonaba así, ¿cómo sonaría la nueva? Poco le importaba que sonase diferente; lo que le sorprendería hubiera sido haber escuchado entrar a los mismos ruidos en ambas casas, aunque todo era posible. Encendió una lámpara que inmediatamente tiñó la esquina, y la gotera de la pared con una luz sucia y bastante pobre, la justa para orientarse. Los pinceles que tenía en su mano, y que había recogido de la mesa que utilizaba como paleta para hacer las mezclas, no estaban del todo limpios, así que procedió a la tarea de mantener su material de trabajo en orden. Después de verter un poco de aguarrás en dos recipientes, sumergió los pinceles en uno de ellos y, tras agitarlo, lo secó cuidadosamente con un paño. Así lo hizo varias veces antes de sumergirlo de nuevo en el otro vaso, en donde el líquido se mantenía transparente. Volvió a agitar el pincel y esta vez buscó un trapo limpio para secar los pinceles antes de colocarlos, uno por uno, secos y limpios, con las cerdas mirando al techo, en una jarra de cerveza alemana hecha en barro que utilizaba para esos menesteres, porque nunca bebía cerveza.
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BEGOÑA -