el personaje que no existía en ningún lado
Le ví, estaba caminando por ahí, cargado con sus pertrechos para tomar fotografías. Su chaleco, su mochila, su soledad. Me resultó extraño por qué pudiendo caminar por la carretera, cien metros más allá, a su derecha, lo hacía por praderas cubiertas de monte bajo, de retama y de jara, imposibles de sortear. Daba la impresión de no poder avanzar con facilidad,sin embargo iba deteniéndose cada poco tiempo, oteaba el terreno más lejano y parecía fijarse en lo que le rodeaba, fotografiaba las piedras blancas que emergían de la alfombra olorosa, arrodillándose ante ellas, calculando. A veces las rodeaba buscando su mejor perfil. Al incorporarse, después de haber tomado varias imágenes, su gesto no cambiaba, ni esbozaba sonrisa alguna ni parecía desencantado. Simplemente continuaba caminando, levantando mucho las rodillas para no enredarse con la maleza, por los senderos inexistentes que anteriormente había trazado con la vista. Finalmente se sentó sobre una roca enorme que vigilaba toda la ladera. Debía llevar horas explorando la zona y estaba cansado.
De su macuto extrajo una bolsa blanca en la que había varios mendrugos de pan cortado en diferentes tamaños para que ocupase el mínimo espacio posible, un paquete envuelto en papel de aluminio con queso y una navaja con la que cortó un par de lonchas de aquel alimento amarillento que resudaba un fino aceite, abrió el pan y las colocó dentro. El viento fresco le había enrojecido las manos y no quería enfriarse, por lo que decidió comer mientras rodeaba la roca observándola con interés, disfrutando de cada pliegue, de las texturas, de los tonos y de los contrastes.
Acabado el tentempié rebuscó en los bolsillos de su chaleco, de uno de los cuales extrajo unos guantes de lana. Volvió a acomodar toda la comida dentro de la mochila y a cargársela al hombro, los instrumentos que llevaba atados de ella, colgando, sonaron al golpearse entre sí, pero no pareció preocuparle, estaba familiarizado con ellos y, quizá, esos sonidos le servían para cerciorarse que no dejaba nada olvidado. Tenía una expresión pensativa en su cara, un poco preocupada. Continuó caminando por aquella selva de pinchos, ramas y olores. En unos minutos había desaparecido de la vista, después de haber coronado el otero. El paisaje retomó su habitual tranquilidad y nada, excepto los graznidos de algún pájaro, rompían la tranquilidad del entorno. Yo seguía sin entender muchas cosas y así iban pasando los minutos, sentado dentro del coche, con la música llenando el habitáculo, los cristales ligeramente empañados, como esperando a no sé qué o a no sé quién, o, sencillamente, disfrutando de la visión de una tarde en el alto aquel.
Al cabo de dos horas, de nuevo, la figura de aquel personaje volvió a aparecer por el mismo lugar por el que se había esfumado, idéntica, las mismas formas pero, esta vez, diferentes texturas porque el sol era ahora más rasante, los colores más saturados. Caminaba a la misma velocidad. Se detuvo y bebió un poco de la cantimplora que llevaba a la espalda antes de continuar con su marcha para desaparecer una vez más en dirección al regato que corría por la ladera opuesta a la que lo encontré. Descendió deprisa hacia la alameda que se erguía majestuosa, dorada, anaranjada, entre la alfombra de matojos.
Durante un largo rato pareció buscar lo que le pareció el lugar idóneo para vadear el río pequeño de frías aguas, de un solo salto, un paso más amplio que le hizo perder levemente el equilibrio, su pie izquierdo resbaló ligeramente, pero enseguida se incorporó sobre la vertical, antes de continuar, impasible, la marcha. Esta vez lo vería ascender el collado de enfrente, de preciosos colores terciarios, grises, sienas, anaranjados, verdes.
En mi cabeza rondaba la pregunta de qué estaría haciendo exactamente por allí, solo, tan decidido, aquel hombre, enfundado en ropa para el frío, con aquel gorro gris de lana, buscando siempre la senda más compleja, la más mojada por la escarcha que empezaba a caer, los parajes más inhóspitos. Casi dos horas me había costad a mí llegar allí con el coche por una carretera retorcida, cuánto a él. Decidí que era hora de dar la vuelta, que un café caliente era lo ideal antes de volverme hacia atrás desandando la ruta que inicié a media mañana. Pensaba en el fuego chisporroteante en la chimenea, en algún programa de televisión estúpido, una película al amor de la lumbre, o sabe Dios qué cantidad de cosas porque cuando quise darme cuenta casi había anochecido. Arranqué e inicié la marcha carretera abajo, dirección a mi punto de partida.
La carretera recorría los hayedos, bajaba y subía transcurriendo por entre los bosques frondosos, que a estas horas eran fantasmagóricos. La niebla empezaba a entrelazarse con las ramas colgonas repletas de hojas de otoño tiñendo de misterio los últimos contrastes del bosque, devorando los rincones oscuros de la fronda, amenazando con abrazarme durante toda la noche. De vez en cuando, en alguna curva cerrada, casi siempre hacia la izquierda, pasaba por encima de aquel riachuelo que no conocía el paso del tiempo, o quizá lo iba marcando, porque el bosque y la bruma lo habían detenido aprisionándolo entre sus fríos brazos de nada. Se iban sucediendo valles, lomas, bosques y más bosques, y praderas rasas cubiertas de charcos de barro. La carretera, cubiertos los bordes de hojas y bellotas caídas, rota por las heladas invernales, ciertamente amenazante, peligrosa. En las laderas de los collados, casetas, leñeras oscuras, chamizos de piedra negra donde se refugiaba el ganado en las frías y oscuras noches de este otoño deshojado. Quizá aquel hombre, durante otra noche más, se sintió como las tranquilas vacas blancas que me he estado topando durante todo el día, entró en alguna de ellas y cenó su mínima cena antes de cerrar, por este día, los ojos y recordar cuanto había estado registrando con su cámara y con su memoria.
Afuera, vigilante, el aullido de un lobo desgarraba el silencio de la noche con un escalofrío que recorrió la ladera, desde arriba hasta abajo.
Nunca más ví a aquel hombre, pero tiempo después de la visión que tuve, no consigo quitármelo de la memoria. Mucho tiempo después sigo preguntándome qué sería lo que estaba buscando o si, realmente, estaba enterrando algo, de dónde vendría y hacia donde se dirigiría, dónde dormiría aquella noche, y las demás, y las anteriores. Aquel hombre se me grabó en la mente para acompañarme, ya, siempre.
De su macuto extrajo una bolsa blanca en la que había varios mendrugos de pan cortado en diferentes tamaños para que ocupase el mínimo espacio posible, un paquete envuelto en papel de aluminio con queso y una navaja con la que cortó un par de lonchas de aquel alimento amarillento que resudaba un fino aceite, abrió el pan y las colocó dentro. El viento fresco le había enrojecido las manos y no quería enfriarse, por lo que decidió comer mientras rodeaba la roca observándola con interés, disfrutando de cada pliegue, de las texturas, de los tonos y de los contrastes.
Acabado el tentempié rebuscó en los bolsillos de su chaleco, de uno de los cuales extrajo unos guantes de lana. Volvió a acomodar toda la comida dentro de la mochila y a cargársela al hombro, los instrumentos que llevaba atados de ella, colgando, sonaron al golpearse entre sí, pero no pareció preocuparle, estaba familiarizado con ellos y, quizá, esos sonidos le servían para cerciorarse que no dejaba nada olvidado. Tenía una expresión pensativa en su cara, un poco preocupada. Continuó caminando por aquella selva de pinchos, ramas y olores. En unos minutos había desaparecido de la vista, después de haber coronado el otero. El paisaje retomó su habitual tranquilidad y nada, excepto los graznidos de algún pájaro, rompían la tranquilidad del entorno. Yo seguía sin entender muchas cosas y así iban pasando los minutos, sentado dentro del coche, con la música llenando el habitáculo, los cristales ligeramente empañados, como esperando a no sé qué o a no sé quién, o, sencillamente, disfrutando de la visión de una tarde en el alto aquel.
Al cabo de dos horas, de nuevo, la figura de aquel personaje volvió a aparecer por el mismo lugar por el que se había esfumado, idéntica, las mismas formas pero, esta vez, diferentes texturas porque el sol era ahora más rasante, los colores más saturados. Caminaba a la misma velocidad. Se detuvo y bebió un poco de la cantimplora que llevaba a la espalda antes de continuar con su marcha para desaparecer una vez más en dirección al regato que corría por la ladera opuesta a la que lo encontré. Descendió deprisa hacia la alameda que se erguía majestuosa, dorada, anaranjada, entre la alfombra de matojos.
Durante un largo rato pareció buscar lo que le pareció el lugar idóneo para vadear el río pequeño de frías aguas, de un solo salto, un paso más amplio que le hizo perder levemente el equilibrio, su pie izquierdo resbaló ligeramente, pero enseguida se incorporó sobre la vertical, antes de continuar, impasible, la marcha. Esta vez lo vería ascender el collado de enfrente, de preciosos colores terciarios, grises, sienas, anaranjados, verdes.
En mi cabeza rondaba la pregunta de qué estaría haciendo exactamente por allí, solo, tan decidido, aquel hombre, enfundado en ropa para el frío, con aquel gorro gris de lana, buscando siempre la senda más compleja, la más mojada por la escarcha que empezaba a caer, los parajes más inhóspitos. Casi dos horas me había costad a mí llegar allí con el coche por una carretera retorcida, cuánto a él. Decidí que era hora de dar la vuelta, que un café caliente era lo ideal antes de volverme hacia atrás desandando la ruta que inicié a media mañana. Pensaba en el fuego chisporroteante en la chimenea, en algún programa de televisión estúpido, una película al amor de la lumbre, o sabe Dios qué cantidad de cosas porque cuando quise darme cuenta casi había anochecido. Arranqué e inicié la marcha carretera abajo, dirección a mi punto de partida.
La carretera recorría los hayedos, bajaba y subía transcurriendo por entre los bosques frondosos, que a estas horas eran fantasmagóricos. La niebla empezaba a entrelazarse con las ramas colgonas repletas de hojas de otoño tiñendo de misterio los últimos contrastes del bosque, devorando los rincones oscuros de la fronda, amenazando con abrazarme durante toda la noche. De vez en cuando, en alguna curva cerrada, casi siempre hacia la izquierda, pasaba por encima de aquel riachuelo que no conocía el paso del tiempo, o quizá lo iba marcando, porque el bosque y la bruma lo habían detenido aprisionándolo entre sus fríos brazos de nada. Se iban sucediendo valles, lomas, bosques y más bosques, y praderas rasas cubiertas de charcos de barro. La carretera, cubiertos los bordes de hojas y bellotas caídas, rota por las heladas invernales, ciertamente amenazante, peligrosa. En las laderas de los collados, casetas, leñeras oscuras, chamizos de piedra negra donde se refugiaba el ganado en las frías y oscuras noches de este otoño deshojado. Quizá aquel hombre, durante otra noche más, se sintió como las tranquilas vacas blancas que me he estado topando durante todo el día, entró en alguna de ellas y cenó su mínima cena antes de cerrar, por este día, los ojos y recordar cuanto había estado registrando con su cámara y con su memoria.
Afuera, vigilante, el aullido de un lobo desgarraba el silencio de la noche con un escalofrío que recorrió la ladera, desde arriba hasta abajo.
Nunca más ví a aquel hombre, pero tiempo después de la visión que tuve, no consigo quitármelo de la memoria. Mucho tiempo después sigo preguntándome qué sería lo que estaba buscando o si, realmente, estaba enterrando algo, de dónde vendría y hacia donde se dirigiría, dónde dormiría aquella noche, y las demás, y las anteriores. Aquel hombre se me grabó en la mente para acompañarme, ya, siempre.
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